Lo esencial es invisible a los ojos, al menos este año aquí, en el Mercado de Navidad de la ciudad de Karlsruhe, al norte de la Selva Negra, y al menos ahora en las noches más largas del año, cuando se celebra el Adviento previo a la Navidad. La frase de El Principito puede describir la escena: “Son las siete y media en punto, es de noche y, a mi alrededor, todos miran hacia arriba y gritan: ¡Weihnachtsmann! —Papá Noel, Papa Noel, Papa Noel— Una, dos y hasta tres veces”.
De inmediato, sobre los puestos de artesanía y comida tradicional aparece un carruaje con renos seguido por chispas. Miro a mi alrededor y veo con sorpresa que la luz infantil refulge en las miradas de ancianos y niños, estudiantes y adultos como si, pese a todo, este instante despertara algo escondido en ellos. ¿Por qué? Pregunto. A mi lado, un hombre de mediana edad me lo explica: “El año pasado apenas había luces en los mercados por la necesidad de ahorrar electricidad en respuesta a la guerra entre Rusia y Ucrania, el anterior hubo controles para evitar el paso a los no vacunados contra la covid-19. Todo se paró el año antes. ¡Tres años sin mercados de Navidad normales! En todos los anteriores pensamos que se habían terminado, pero aquí están”, afirma con seguridad Thomas, de más de 50 años, padre de familia e informático. “Tal vez sea el motivo de que la gente esté tan animada ¡Cómo no estarlo!”, insiste.
Tal vez ese es el motivo. Al fin y al cabo, ese mismo brillo refulge también en la mirada de algunos asistentes al mercado de Navidad de la pequeña ciudad de Ettlingen —40.000 habitantes, muchos inmigrantes o refugiados de todo el mundo y melange de credos—. Aquí, en la noche, lo primero que se ve recuerda que estos mercados alemanes desde que se tiene noticia del primero —siglo XV en Dresde— son, ante todo, populares: hay un trenecito humilde con vagones de hierro cubiertos por plástico que da vueltas en escasos metros cuadrados y está casi lleno —¡Los niños lo adoran!—. El vendedor de tickets expende entradas en un puestecito tan minúsculo que, con él dentro, semeja una versión alternativa de Alicia en el país de las maravillas.
Pero estamos en Alemania, muy cerca del lugar donde nacieron los hermanos Grimm y, claro, hay unos gigantescos carteles donde se puede leer un cuento que explica que una niña pobre, ayudada por sus animales, inventó una torta para dar de comer a los otros niños más pobres. En el mercado de Sternlesmarkt o, en español, mercado de las estrellitas, hay ancianos que impulsan su tacatá, jóvenes con kefia —pañuelo palestino—, parejas que hablan ruso y ucranio y empujan carricoches. Hay familias enteras, pandillas y personas solitarias que devoran salchichas, sopas de calabaza en panes de sésamo, castañas asadas, bolitas de espinacas acompañadas de salsa de arándanos o jabalí a precios más que asequibles. Llueve sobre todos ellos y, aquí, de nuevo, en los ojos de muchos de ellos refulgen chispas con intensidad, como si fueran aún niños. ¿Por qué?
Bailar sobre la memoria tradicional y la extranjera
La respuesta comienza a aparecer en el Mercado Navideño de la ciudad medieval de Durlach donde, bajo bombillas de todos los tamaños que iluminan puestos y escenario, hay decenas de hogueras a las que el público atiza y pone troncos. Un cantante tañe melodías de AC/DC, Tina Turner y Leonard Cohen que, ajenos a las fechas navideñas, la gente baila y canta con fervor. Hay también un herrero que moldea hierro incandescente, una mujer de nombre Valentina que teje con hilos de seda una cofia muy cerca del fuego; cacerolas gigantes en las que se tiñen telas sobre las hogueras que chisporrotean como rayos de tormenta. “Me encanta esto”, dice una mujer de Cali frente al fuego. “Es precioso”, insiste ella, y en sus ojos, de nuevo, esa chispa que brilla.
En Gengenbach, pequeña y espectacular ciudad medieval a la que se puede llegar en tren, hay autobuses y coches de todo el país que visitan el mercado. Situado en la plaza de casas con entramado de madera, cientos de personas permanecen pegadas unas a otras y de pie para ver el espectáculo. Cada día se escenifica una obra de teatro y hoy los niños se han convertido en duendes que interpretan frente a los puestos de artesanía y comida. “Soy tejedora y pintora, hago también galletas tradicionales para vender aquí”, cuenta muy cerca una mujer que vende bolsas de galletas tradicionales que aquí todo el mundo come en estas fechas. Son de canela, de anís estrellado o de almendras.
En la Selva Negra, muy cerca de donde nació Herman Hesse [escritor y poeta alemán] y murió Chejov [cuentista, dramaturgo y médico ruso], hay muchos más mercados, cientos y miles en todo el país, y casi cada uno ofrece algo distinto. En las cuatro semanas previas a la fiesta de Navidad y al solsticio de invierno que es la noche más larga del año, hay mercados que, como el de Gengenbach, convierten en calendario de Adviento las paredes del ayuntamiento, hay paseos de estrellas como el de Bühlertal, pueblos que se disfrazan de belenes como Bamlach.
En Baden-Baden, ciudad reconocida por las termas que trataron a Victor Hugo o Nietzsche y por tener el casino que inspiró a Dostoievski, el mercado atrae a miles de personas. De entre todos los puestos de artesanía hay uno que llama mi atención por lo sencillo: Bethlehem, belenes hechos con madera de Belén, dice su inscripción. La imagen arrastra a Palestina y a su guerra, a Belén y al niño que nace para los cristianos como símbolo de paz y alegría interna. Mimetizada con el ambiente y con la mente, en Belén cierro los ojos y sueño, un deseo: Ojalá que la chispa que estos días y aquí brilla en los ojos de tanta gente encienda el fuego de su alegría, ojalá renazca la paz de nuevo.