Han pasado casi dos meses desde la primera noche en la que cientos de migrantes venezolanos tuvieron que acomodarse en un potrero a temperaturas heladas, con maletas, sin cobijas, algunos sin siquiera tapabocas, frente a la Terminal del Norte, en Bogotá. Muchos de ellos, mujeres con menores de edad o en avanzado estado de gestación.
Los cambuches que montaron con bolsas de plástico, pedazos de madera y palos se convirtieron en el único refugio para más de 500 personas que esperaban regresar a su país en medio de la pandemia y de una crisis que, según Migración Colombia, desde marzo ha dejado más de 81 mil migrantes venezolanos retornados.
Hasta ahora, algunos han podido pagar su pasaje hasta la ciudad fronteriza de Cúcuta —180.000 pesos (50 dólares) por persona—. Y el pasado 2 de julio cerca de 150 personas lograron viajar en buses gestionados por la Alcaldía de Bogotá. Otros, desesperados, han decidido seguir caminando.
Pero aún quedan alrededor de 300 personas que, después de desmontar lo que quedaba del campamento, fueron obligadas a reacomodarse dentro de la terminal. Hasta hoy siguen anhelando salir hacia Venezuela: llevan semanas varadas y esperando un permiso de salida, reunir el dinero para sus pasajes o tener acceso a una prueba de COVID-19 para que no los retengan por este motivo en la frontera.
Bercris, de 30 años, llegó con su pareja y lo poco que tenía a esta parte de la sabana bogotana durante la cuarentena. Después de quedarse sin trabajo fue expulsada de su lugar de residencia en Engativá, una localidad en el noroccidente de la capital, por no tener con qué pagar. “Me cansé de llevar hojas de vida y no tuve la buena suerte de tener un empleo estable. Primero cuidé niños y luego trabajé en una empresa de máquinas dispensadoras de golosinas”, contó hace unas semanas a VICE esta mujer caraqueña licenciada en Ciencias Policiales y con seis semestres de Derecho. En pocos días se convirtió en una de las líderes del campamento.
Estuvo esperando una llamada o un correo desde comienzos de mayo, luego de que le indicaran que para comprar su pasaje debía inscribirse en una página web de la terminal y aguardar a que le notificaran la fecha de salida. Nunca recibió tal comunicación. Y cuando fue con dinero en mano a la taquilla le informaron que no saldrían buses porque la frontera estaba cerrada debido a la extensión de la cuarentena nacional. Sin permisos para pasar, sin casa y sin trabajo, tuvo que quedarse acampando.
Diariamente hacía listados de los migrantes que llegaban al campamento con la misma situación y para los que emprender el regreso caminando no era una opción. Coordinó voluntariamente a más de 300 personas. “Dormíamos dos horas para hacer vigilia. Y en las primeras horas de la mañana organizábamos las donaciones de distintas organizaciones, fundaciones y ciudadanos para repartir y suplir el desayuno o almuerzo”, explicó.
El 8 de junio, después de varias semanas de comer mal y dormir poco, sin tener un lugar para bañarse y conviviendo entre lluvia, mosquitos, roedores y serpientes, por fin logró que le vendieran sus dos cupos. “Los tiquetes más duros de mi vida. Los voy a mandar a enmarcar”, dijo con lágrimas.
A este refugio improvisado también llegaron bebés de nacionalidad colombiana, hijos de madres venezolanas. Denisse Castillo se acercó con Santiago, su hijo de siete meses, después de dormir en la calle durante una semana. A los dos los expulsaron del apartamento donde una amiga los estaba hospedando a escondidas, en la localidad de Suba.
En marzo Denisse empezó su éxodo desde Quito, en Ecuador. Viajó con un grupo de jóvenes a pie y pedía aventones a los camiones que se compadecían de ella y del niño. A comienzo de este año había migrado a esa ciudad buscando trabajo, pero sin muchas opciones tuvo que regresar con los 80 dólares que logró conseguir pidiendo entre la gente.
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