No han sido estos los mejores diez días de la vida de Juan Guaidó. Su colaborador más cercano está detenido, su primo y su hermano acusados de fraude por intentar acceder a los fondos venezolanos en el exterior, Nicolás Maduro lo llamó “terrorista” y su mano derecha, Diosdado Cabello, le quitó la inmunidad y preparó el traje legal que puede enviarlo a la cárcel en cualquier momento. Pero lo más duro fue contestar a los ataques desde dentro. Le han llamado Bambi, tibio y carente de liderazgo por el lento ritmo que lleva la protesta contra Maduro. Por eso cuando el martes Cabello terminó de hablar, Guaidó pronunció uno de sus discursos más tensos y solemnes. Durante el mismo volvió a criticar la “dictadura” en Venezuela y despreció a quienes piensan que tirará la toalla. “Cuando empecé esta lucha, en la época estudiantil, no tenía inmunidad, así que no vamos a cambiar. Si el régimen me secuestra y comete un golpe de Estado, llamo a la movilización en las calles”, clamó. Con sus palabras envió una clara respuesta al régimen y mandó callar a los aliados que lo cuestionan. No fue la intervención del presidente encargado. Fue el dedo en los labios de Ronaldo tras marcar un gol exigiendo silencio a la grada contraria que lo silbaba minutos antes.
No es fácil salir alegremente a comer empanadas cuando sus comunicaciones son espiadas, su esposa monitoreada y necesita cuatro escoltas para moverse. Pero hace dos semanas Juan Guaidó decidió que iría al mercado de su infancia a comer sus favoritas, de queso, y beber papelón, una bebida típica.
Se subió al coche y acompañado de dos camionetas de cristales oscuros en las que viajan los escoltas, tres colaboradores y dos personas que difunden todo por redes sociales, llegó trajeado a las 9 de la mañana a un mercado donde no había más que pescadores y estibadores del puerto de La Guaira.
Juan Guaidó es un líder en construcción que saluda con timidez, emite decretos que nadie cumple, nombra 'ministros' que no pueden ejercer y embajadores que no pueden despachar, pero todos sus colaboradores se refieren a él como el “presidente”. Aunque unos lo llaman Bambi, otros lo consideran el Obama criollo y la apuesta más seria de los últimos 20 años para desbancar al Gobierno de Nicolás Maduro. Medio centenar de países, entre ellos la Unión Europea y todo el continente americano, excepto Cuba, Nicaragua, Bolivia, Uruguay y México, han reconocido la legitimidad de este Rey sin corona de 35 años.
Nieto de militar, la familia Guaidó encarna a la perfección el hundimiento de la clase media venezolana. Hasta que su nombre comenzó a dar la vuelta al mundo, Guaidó era un combativo diputado sin mucho brillo- al frente de algunas de las comisiones más duras- que había empezado a escribir su biografía 20 años antes, concretamente el 15 de diciembre de 1999, cuando su vida se cruzó con la de Hugo Chávez. Él tenía 15 años y hasta entonces era solo el hijo de La Cucucha, un muchacho espigado y con espinillas que usaba aparato en los dientes. El comandante bolivariano tenía 45 y estaba en lo más alto de su popularidad.
Juan Gerardo, como era conocido, nació en 1983 en la Caraballeda, un barrio de casas de militares construidas en La Guaira, a una hora de Caracas, en tiempos del dictador Marcos Pérez Jiménez, quien gobernó Venezuela entre 1953 y 1958. Es Hijo de Norka Márquez, una mujer fuerte que se ganaba la vida vendiendo artesanías de madera que ella misma hacía y de Wilmer Guaidó, un piloto de las líneas aéreas venezolanas que llegó a volar a África y que hoy trabaja de taxista en Tenerife.
En su colegio lo describen como un muchacho alegre y sencillo que no llamaba la atención ni lideraba el equipo de voleibol donde jugaba. De aquellos años, sus amigos recuerdan que lo vacilaban por las orejas separadas y los hierros en los dientes, pero con quienes formó un grupo al que sigue muy unido. “Era un chico normal, con muchos amigos y siempre riendo. No estudiaba mucho pero era muy inteligente y no necesitaba mucho esfuerzo para sacar buenas calificaciones”, recuerda sentada en un aula del colegio Los Corales, Marcy Escalona, su antigua profesora.
La abrupta ruptura con todo aquello llegó ese domingo de 1999. Ese día Chávez, aprobó con el 71% de los votos una nueva Constitución que lo apuntaló en el poder. Siete años antes había intentado dar un golpe de Estado y, 17 meses después, se lo intentarían dar a él. Pero aquella Navidad estaba en la cima y acaba de lograr con los votos la herramienta para cambiar Venezuela de arriba abajo.
Casi a la misma hora que Chávez celebraba bajo la lluvia su abrumadora victoria, su adolescencia se esfumó cuando miles de toneladas de barro y piedras se llevaron por delante varias poblaciones de Vargas y destruyó la casa y el colegio de Guaidó. Aquel desastre dejó entre 10.000 y 30.000 muertos y arrasó con todo lo que hasta entonces conocía. “El colegio quedó destrozado, tuvo que cerrar y el grupo de amigos de dispersó”, recuerda su maestra.
Después de aquello la familia comenzó una nueva vida en Caracas. Guaidó entró en la Universidad Católica Andrés Bello y para pagarse los estudios de Ingeniería comenzó a trabajar en ‘Compu Mall’ vendiendo teclados y memorias USB.
Su entrada en política inició en las aulas, de la mano de una generación que ha madurado a base de detenciones, golpes y exilios, y que hoy forman su círculo político. Con 21 años se afilió al socialdemócrata Voluntad Popular, el partido de Leopoldo López. Con 23 fue líder estudiantil, a los 27 trabajó en la campaña de Henrique Capriles cuando la oposición se presentó unida al morir Chávez, con 30 fue elegido diputado y con 35, tras la inhabilitación de los candidatos que le precedían, se convirtió en Presidente Encargado.
“En política son habituales los celos y las traiciones y él apoyó siempre a la gente que estaba por encima. Lo hizo desde la tercera línea, la segunda y ahora en primera y se lo merece. Hemos encontrado un tipo perfecto, sereno, articulador, justo y capaz de sumar apoyos… porque el otro camino era el barranco”, señala Yon Goicoechea, amigo y colaborador cercano, en referencia al tradicional gusto de la oposición por destrozarse. “Es una de las pocas personas que me dio su apoyo sincero cuando estuve en la cárcel”, añade Goicoechea.
El resultado de su irrupción política es que “Guaidó tiene hoy un apoyo que ronda el 65%, similar al que tenía Chávez en sus buenos momentos y Maduro un 14%”, resume Luis Vicente Léon, presidente de Datanalisis. “Hasta enero de 2019 nuestros datos revelaban que el rechazo a Maduro es grande y se hunde en las encuestas desde que llegó al poder, pero ninguna otra figura lograba capitalizar ese rechazo hasta la aparición de Guaidó”, explica a este diario.
La casa de los Guaidó en Caracas, es un apartamento discreto en un edificio de clase media en la colonia Santa Fe donde vive hasta su suegra. Un salón discreto, una cocina pequeña, un baño y dos cuartos de decoración austera. Es poco futbolero y sus pasiones son el beisbol y el voleibol. En 2012 se casó con Fabiana Rosales, una periodista nueve años más joven con él, con quien comparte la lucha política desde la adolescencia. Rosales, quien recientemente se entrevistó con Donald Trump en la Casa Blanca, es hoy una de sus más efectivas embajadoras
“Es una persona normal, N-O-R-M-A-L”, recalca Enrique Escalona, su profesor de teatro. “No insulta, no grita, no falta al respeto, por eso gusta a la gente. Después de tantos años estamos cansados de caudillos y de ahí su éxito”, añade.
Hace dos meses Guaidó vivió un episodio que revela su personalidad. Fue a finales de enero, aquel día estaba a punto de hablar en la Asamblea Nacional cuando uno de sus colaboradores se acercó y le dijo que en la puerta de su casa estaban las FAES- un cuerpo especial de la policía acusada por Naciones Unidas de decenas de asesinatos extrajudiciales-, con su mujer y su hija de un año dentro. El líder opositor no alteró su agenda, se subió a la tarima, leyó íntegramente su intervención y 45 minutos después salió hacia su domicilio.
Las vidas de Guaidó y el chavismo se volvieron a cruzar hace dos meses, el 16 de marzo, día del cumpleaños de su madre. Después de haber superado un cáncer tuvo una recaída a principios de marzo que le hizo volver al hospital. Aquello coincidió con otro apagón eléctrico en el país que derivó en una infección. El sábado que visitó el mercado, terminó el día con ella comiendo un pedazo de tarta junto a la cama del hospital.
Para alguien a quien describen como “normal” no es extraño que, cuando le preguntan qué es lo que más echa de menos de su antigua vida, repita que “la rutina”. Pero tres horas después de haber llegado a comer sus empanadas favoritas, está en lo alto de un camión hablando a una multitud que corea su nombre. La normalidad, tendrá que esperar.
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