La
homosexualidad, regida por reglas de protocolo, era una práctica
corriente en la Antigua Grecia. Hasta la adopción del catolicismo, el
Imperio Romano, heredero cultural de los helenos, también aceptaba el
sexo entre hombres siempre y cuando se atuviera a las leyes que lo
regían.
Durante
los primeros años de la república romana se prohibió la pederastia,
considerada una perversión propia de los griegos, y el sexo entre
ciudadanos libres. No obstante, los amos podían practicar el coito con
sus esclavos, siempre y cuando encarnaran el rol activo.
En la etapa del imperio, se legalizó la pederastia y además se
permitieron los matrimonios entre hombres, ya que las actividades
privadas no eran concernientes al fuero penal.
La prostitución masculina se volvió una práctica corriente y existían
baños públicos a los que los hombres acudían en busca de sexo
homosexual. Había incluso una serie de códigos gestuales y de vestimenta
que indicaban cuando un sujeto estaba buscado relacionarse con otro
congénere.
Las relaciones lésbicas no parecen haber estado regidas por ninguna
ley, posiblemente porque dadas las normativas de género vigentes,
sucedían en la esfera doméstica, lejos del ojo inquisidor de los
censores.