Pablo Escobar estaba acorralado. Llevaba seis meses
burlando a la policía y a sus enemigos, que habían desatado contra él
una cacería implacable. Los buscaba todo mundo: la policía; la DEA y la
CIA; los paramilitares; los miembros del Cartel de Cali. Hasta ahora,
diciembre de 1993, Escobar había burlado con cierto éxito a sus
perseguidores. Pero tarde o temprano iba a caer. Tenía que caer.
La
inteligencia oficial estaba cada vez más cerca de él. Una ‘alianza
estratégica’ entre las autoridades colombianas, las agencias antidrogas
de los Estados Unidos y miembros de los ‘paras’ y otros narcos,
especialmente los Rodríguez Orejuela, líderes del
cartel de Cali, duros enemigos del capo, fueron cerrando el cerco que
terminó con su caída. Sabían que se escondía en un barrio residencial de
Medellín. Sabían que estaba solo. Sabían que estaba enfermo.
La
tarde de ese dos de diciembre, Escobar cometió el descuido definitivo.
Preocupado por su familia, y quizás buscando una arreglo con el Estado
para que a los suyos no les pasara nada, hizo una llamada. Habló con su
hijo. Puede que todavía, con el auricular en la mano, se percatara de la
presencia de la policía que luego de triangular la llamada, lo había
encontrado.
Apenas sintió que el Bloque de búsqueda tiraba la
puerta, Escobar y alias ‘Limón’, único escolta que tenía entonces,
emprendieron la huida por los techos de la casa, en medio de una lluvia
de balas. ‘Limón’ cayó en una azotea.
Pocos metros después, con dos tiros certeros, uno en el corazón y otro en la cabeza, estaba Pablo Escobar.
Uno de los primeros en estar ahí, quizás, incluso, quien disparó la bala definitiva fue el Coronel Hugo Aguilar.
En una de las fotos, de las primeras en salir, se le ve a él, con una
sonrisa de triunfo, al lado del cadáver del capo. Quería mostrar que esa
victoria era suya más que de cualquier otro. Él, que por años había
perseguido a Escobar. Él, que quizás había sacrificado tanto. Él, que se
merecía un trofeo.
O de pronto no se merecía nada. Por el mito,
pero también por la cantidad de enemigos, todos interesados en la muerte
de Escobar, se dice mucho sobre su muerte. Diego Murillo ‘Don Berna’, dijo que el tiro definitivo lo había dado su hermano ‘Semilla’. Otro paramilitar, Carlos Castaño, dijo que quien disparó fue él. La policía, en voz del general Naranjo, dijo que el responsable fue un policía anónimo. La familia de Escobar insiste en que no lo mataron sino que se suicidó.
El
único que dice que Aguilar mató a Escobar es él mismo. Fue el primero
en tomarse una foto con el cuerpo. Lo de más es mito. Pero como que ese
recuerdo no le bastó y se guardó otra cosa: una Sic Saur, arma preferida del narco.
En otra foto se ven, al lado de Escobar, dos armas: una Glock y Sic Saur.
La glock no había sido disparada y estaba dentro de la cartuchera. La
Sic sauer reposaba al lado de la mano de Escobar, con apenas una última
bala en el proveedor. De la Saur se sabe, era el arma preferida del narco,
que lo acompañó casi siempre, y con la que se dicen, entre tantas
versiones, que se habría suicidado cuando se encontró acorralado en
aquel techo de una casa en Medellín.
Sin embargo esa pistola nunca fue entregada entre los objetos decomisados al muerto. Se dijo, desde entonces, que “estaba perdida”.
En realidad la tenía Aguilar. Este domingo, en una columna de la revista Semana, Daniel Coronel reveló un vídeo que lo prueba.
“La
pistola de Pablo yo la cambié –dijo Aguilar–. Yo hice dos cosas: paré
el reloj, lo quité y lo entregué mediante un oficio… eso reposa en el
museo de la Policía. La pistola sí se le cambié; por la historia, la pistola yo la conservo”.
En 2013, Hugo Heliodoro Aguilar fue condenado a 9 años por parapolítica. “El coronel puede agregar ahora a su palmarés delincuencial hurto, peculado y manipulación de evidencia”, concluyo Coronell en su columna.