La noche antes de decidir prostituirse por primera vez, Jacqueline Montero intentó suicidarse. En una calle solitaria de los Bajos
de Haina, un pueblo al sur de República Dominicana, se lanzó frente a
un camión en movimiento en busca de un final que no encontró, porque el chofer del vehículo terminó siendo un conocido, que al verla, la recogió y la llevó a la casa de su abuela.
—¿Qué te pasa Jacqueline? —le gritaba la anciana entre lágrimas mientras la sacudía por los hombros.
—Lo que pasa es que salí equivocada en el mundo —respondía la joven de 17 años con los ojos hundidos y la mirada perdida, después de haber estado tres días sin dormir— ¡A mí nadie me quiere!
La experiencia parece atestiguar que las
trabajadoras sexuales entran al negocio porque un hombre las maltrata,
porque las violan, porque las botan de la casa o porque una amiga las
invita. A Jacqueline le pasaron todas juntas.
La primera vez que el esposo de su tía se metió en su cama furtivamente, ella tenía 9 años. Los abusos continuaron, en paralelo con la violenta crianza que recibía de su madre y su hermano, hasta los 16.
A esa edad conoció a un joven un par de años
mayor que ella en la iglesia mormona a la que había empezado a asistir
por iniciativa propia, y decidió creer en todas sus promesas. No sabe si
se enamoró de él o de la oportunidad que este le ofrecía de huir de aquel infierno que se hacía llamar casa.
Terminó
casada a los 16 con un muchacho que apenas se estaba haciendo hombre,
que dejó de asistir a la iglesia meses después, que empezó a beber cada
atardecer, que luego comenzó a darle golpes tan brutales como los que
recibía de sus parientes.
Para entender cómo la prostitución terminó siendo la puerta de escape de Jacqueline, hay que volver a esa tarde en la que intentó suicidarse.
Cuando una
amiga de ella escuchó lo que había intentado hacer, fue corriendo a la
casa de la abuela con el mejor consejo que pudo pensar:
—Pa’ estar tú matándote, mejor vente a cuerear conmigo.
Jacqueline, que llevaba dos años bajo la influencia del sermón de los mormones, rechazó la propuesta con un solo manotazo, pero aceptó el refugio y la promesa que su amiga le ofrecía para ayudarla a encontrar otro oficio para sobrevivir.
Al día
siguiente la amiga la llevó al restaurante de un conocido en busca de
trabajo. Jacqueline le enseñó todos sus diplomas al hombre, mientras lo
miraba con desesperación. Este le respondió que su cajera tenía dos días sin aparecer, así que si faltaba un tercero, el trabajo sería de ella.
Esa noche su amiga le propuso que fuera al cabaret con ella y al otro día volverían al restaurante. Pero
Jacqueline prefirió dormir esa noche en el parque, con la mochila como
almohada, recostada debajo de un banco. Cualquier cosa antes que
acercarse a ese lugar de pecado.
Cuando el
sol empezó a asomarse, su amiga volvió para llevarla al restaurante. Al
entrar, sintió un puñetazo en el estómago cuando vio a una mujer frente a
la caja. Había ido al trabajo.
Cada vez que Jacqueline
estaba con un cliente sentía nauseas. Su amiga le decía que era por
asco, que era normal al principio. Sin embargo, un día la esposa de uno
de sus clientes fue a buscarlo en el cabaret. Terminaron las dos tomadas
de las greñas, mientras la mujer aseguraba que estaba embarazada. A las
dos se las llevaron al cuartel y de ahí al hospital. Allí les hicieron
una prueba, y la que estaba embarazada en realidad era ella.
—Vuelvo con él así me dé golpes —pensaba Jacqueline— pero voy a parir a mi niña con mi esposo.
Al volver a
Haina, a plantarle cara al hombre, no encontró más que burlas y rechazo.
Cuando este se atrevió a cuestionar su paternidad, ella lo sentenció
con una sola frase que no ha perdido vigencia hasta hoy.
—Apunta esto: Nunca te voy a pedir nada. Voy a parir a mi hija yo sola. Y ten por seguro que nunca me voy a acostar contigo, aunque no queden más hombres en el mundo.
Con cada novedad, todos los caminos
parecían acabar en un cuarto oscuro, con ella sobre una cama
deteriorada y un hombre pagando por sus servicios. Nunca se sintió
segura. A veces incluso se sentía violada.
—¡Qué incomodo es estar con los hombres que a uno no le gusta! —se quejaba Jacqueline con su amiga.
—Tú lo que tienes es que beber Brugal, que de una vez eso se te va.
Así fue como
Jacqueline se convirtió en dos personas: sin el Brugal, se quedaba en
una esquina, enamorando a los hombres con la timidez de una señorita.
Con el licor en las venas, los abrazaba y les decía seductoramente al
oído: “ven, vámonos”.
—Ayúdame a salir de esto —pedía llorando Jacqueline a Dios cada vez que estaba debajo de un hombre. Treinta años tuvieron que pasar para que Dios la escuchara.
Empezó a ejercer un rol combativo en la defensa de los derechos de las trabajadoras sexuales a finales de los años
90 desde el Movimiento de Mujeres Unidas (Modemu), una organización sin
fines de lucro que capacita a las prostitutas en diversos oficios y les
ofrece chequeos médicos gratuitos y asesorías legales en casos de violencia.
En esta organización, comenzó
enseñando a sus compañeras a usar el condón y a identificar las
enfermedades de transmisión sexual. Lo surgió como una iniciativa de 5
mujeres, ahora tiene en su registro cerca de 6 mil, en un país que,
según cifras no oficiales, tiene una población de 200 mil personas
dedicadas a la prostitución.
Hoy,
Jacqueline trabaja en un proyecto de ley para regular el trabajo sexual
que permita proteger a las mujeres que lo ejercen de la discriminación
social y los abusos policiales. Lo hace desde el congreso, donde fue
electa como diputada con más de 8 mil votos el pasado mayo.