Una pareja de burreros y sus siete hijos trabajan 10 horas diarias para comer una vez al día arroz con cueros de pollo. El grupo familiar está malnutrido. Cuando no hay basura que recoger pasan hasta un día entero sin comer nada. Todos ayudan al padre a empujar la carretilla porque desde diciembre no tienen burro
La arena caliente se cuela por el hueco de sus cotizas, la piel
curtida por las largas caminatas bajo el sol y la delgadez de su cuerpo
se acentúan cuando puja para echar a andar la carreta en la que recoge
basura junto a cinco de sus siete hijos y su marido. Enilda Navarro, de
41 años, lleva la tristeza en los ojos a causa del hambre que pasan sus
niños. Para ella “esta pobreza es insoportable”.
La Verdad entró en la casa de la familia Vílchez Navarro, ubicada en
el barrio Brisas de Morichal, al oeste de la ciudad, donde se come arroz
de piquito con cuero de pollo frito una sola vez al día. La mayoría de
las veces “pasan el día en blanco”. Mientras empuñaba en sus manos
sucias y arrugadas dos mil 800 bolívares, que ya le aseguraba el arroz,
Enilda contó que desde que se les murió el burro todo empeoró. La
recolección de basura ha sido el sustento del grupo familiar desde hace
ocho años. “Antes salíamos temprano con el burro y nos rendía mucho,
podíamos hacer varios viajes y resolvíamos la comida más o menos, pero
en diciembre se nos murió el animal porque le picó algo en la pata,
ahora mi marido es el burro”.
Solo les quedó la carreta, que pesa 360 kilos, y Juan de Jesús
Vílchez, de 46 años, su esposo, es el que la hala. La dinámica de la
familia arranca muy temprano, con el estómago vacío la mujer y sus hijos
más grandes empujan por detrás mientras el hombre de la casa se apoya
con un pedazo de lona para rodar la estructura de hierro que se ayuda
con dos cauchos viejos. Recorren la urbanización Ana María Campos, Siete
de Enero, Los Caobos, La Arboleda, El Renacer, entre otros sectores
desde las 7.00 de la mañana hasta que hagan al menos tres mil bolívares
que les alcance para un kilo de arroz, sin embargo, no todos los días
son “buenos”.
“Me levanto temprano, nos alistamos y nos vamos a trabajar. La gente
nos paga por sacar la basura, nos dan lo que puedan 200, 300, depende de
la cantidad de bolsas. Hacemos un viaje completo por tres mil
bolívares, pero ya no es como antes: yo les hacia el desayuno a los
muchachos y los dejaba aquí, mientras él y yo íbamos a trabajar. Ahora
no, ahora tenemos que trabajar todos, porque mi esposo solo no puede”.
La mujer confesó que aunque el servicio de aseo urbano es bueno en la
zona, muchas veces los deja sin comida. “Cuando pasa el aseo nos las
vemos negras, tenemos que bregar bastante y caminar por ahí hasta que se
haga algo”.
Otra casa digna
Hace un poco más de cuatro años, la revolución bolivariana le ofreció
a Enilda y su familia “una casa digna” e iniciaron el proceso de
sustitución de rancho por casa. La Gran Misión Vivienda Venezuela
levantó la estructura y le puso techo, hasta ahí la dejaron. La obra se
paralizó. “Esta casa es de las de Chávez, pero la mía quedó así. Desde
que las empezaron, hace más de cuatro años, no las han terminado”. El
mal estado de su rancho y la situación económica obligó a la mujer a
vivir en la estructura a medio terminar. “Tuve que vender las latas, me
quedé sin rancho porque mis hijos tenían que comer, además mi ranchito
se me inundaba y cuando soplaba casi se desarmaba, ellos no han
entregado las casas todavía, aquí seguimos esperando, pero no creo que
las terminen, por eso yo me metí así, con el puro techo”.
Pedazos de trapo le sirven de ventanas y una puerta vieja le asegura
la entrada. No tienen cocina ni nevera, solo un televisor viejo y un
sofá rasgado donde los niños entretienen el hambre. Las camas que
sacaron de la basura lograron forrarlas con algún trozo de goma espuma
que hace las veces de colchón. En una, duerme Génesis de Dios Vílchez
Navarro (16) y sus hermanas Ruth de Jesús (11) y Génesis Daniela (9). En
otra habitación, Juan de Dios (6) y Luis Carlos (4) comparten una cama
más pequeña, mientras que la madre duerme con Generis Saray (6) y
Génesis María de apenas un año. El viento de la noche les sirve de
ventilación, porque el ventilador que tienen se recalienta y “huele a
quemado en la madrugada”. Juan de Jesús duerme en un chinchorro a un
costado del patio de la casa, “para cuidar que nadie se meta”.
Mientras recorría el piso rústico de la casa, Enilda rompió en
llanto, respiró profundo y dijo: nosotros hacemos lo que sea por los
muchachos. Así sea fororo solo, comen, pero nunca se han acostado sin
comer. Los hermanos no van al colegio hace un año, pero con el mismo
orgullo su madre aseguró que ella misma les enseña. “Se los echo a
cualquiera que use uniforme, todos saben leer y escriben, yo misma los
enseño”. Aunque la desidia le carcome el alma, para Enilda nada es
imposible. Dice que solo Dios puede sacarlos de tanta pobreza. “A veces
siento que ya no aguanto, pero Él me devuelve las ganas”.
YA LOS CONOCEN
La mayoría de los habitantes de las comunidades de La Rinconada ya
los conocen, por eso aunque pase el camión recolector de desechos,
muchos le guardan los desperdicios de arroz, cueros de pollo, huesitos o
cuanto resto de comida les quede en casa para que ellos puedan llevarse
algo a la boca. “Sálvame con algo”, ese es el grito de guerra de
Enilda, con el que en los días más desoladores, consigue “las sobras que
salvan la comida del día”. Con sus años de experiencia en esta labor
como base, la mujer confesó: “La gente botaba más basura antes, regalaba
más cosas, había más de todo, ahora es muy difícil. Ya no alcanza la
plata. Hay gente que bota la basura con uno para ayudar, pero muchos
esperan el aseo porque no hay cobres”. La desidia le causa impotencia.
“Me da rabia, me da de todo, pero tenemos que salir adelante por
nuestros hijos”.
Dos mil 800 vale medio kilo de arroz de piquito en la comunidad
7 hijos tiene la pareja de burreros, ninguno asiste al colegio.
Pasan hasta 2 días sin bañarse por falta de dinero para comprar agua.
10 horas diarias trabaja la familia para poder comer una sola vez al día.