Con el título De Venezuela con amor: una noche de putas en el barrio Santa Fe, la revista colombiana Semana publicó un artículo sobre el oficio que vienen desempeñando las mujeres venezolanas en ese país.
Como testimonio toman a una joven
profesional de 27 años quien, al parecer es oriunda de Maracaibo, estado
Zulia y se va al vecino país a ejercer la prostitución por no tener el
dinero para darle de comer a su hija y pagarse la operación de los
senos, relatan.
Semana afirma que las venezolanas son
“bien cotizadas” en Colombia y el número de mujeres que cruza la
frontera para ejercer la prostitución ha ido en aumento. “El acento
venezolano es un plus en el ambiente de la noche”, señalan.
El material periodístico deja ver como
un hecho real que el desespero de las mujeres venezolanas es tan grande
debido a la “profunda crisis” en que está sumido el país, que la única
opción que tienen las compatriotas es “vender caricias” en el vecino
país. Sin embargo, no hace referencia -ni en una línea- a la cantidad de
mujeres colombianas que hay a este lado de la frontera ejerciendo el
oficio más viejo del mundo desde hace décadas.
Articulo Original
De Venezuela con amor: una noche de putas en el barrio Santa Fe
Semana.com
exploró con sus periodistas una de las zonas de tolerancia de Bogotá, a
la que cada vez vienen más mujeres del país vecino en busca de dinero.
Detrás hay un drama humano y migratorio sin freno.
Por: Rodrigo Urrego, José Guarnizo y Astrid Suárez.
Sari
tiene 28 años y una mirada capaz de rendir a sus pies a cualquier
hombre. No conoce Bogotá, apenas las sórdidas calles del centro donde
fijó su residencia temporal. La capital colombiana no es sinónimo de
futuro, pero sí tiene las llaves para cambiarle el decorado a un
presente que cada vez lo advierte muy oscuro.
Su
hija, de cuatro años, se ha quedado en Maracaibo, a la espera de buenas
noticias, o por lo menos saber que comerá algo distinto que una arepa,
el pan de cada día desde hace mucho tiempo, desde que la llamada
revolución bolivariana dejó de ser una ilusión colectiva, para
convertirse en una pesadilla. Una que de momento parece no tener
despertar.
Hace
diez días, Sari empacó una pequeña maleta, apenas con lo necesario. Sus
mejores prendas, sus cosméticos, dos teléfonos celulares. Dos horas y
25 minutos desde Maracaibo, en el estado de Zulia, a Maicao, en La
Guajira.
Sabe que si la policía sospecha
de sus movimientos, su voz es la carta para seducirlos y que se fijen en
la vida de otro de los viajeros del bus. De allí, otro bus a Santa
Marta, cuatro horas de recorrido. Y de la ciudad donde murió Simón
Bolívar a Bogotá, otras quince horas viendo pasar todo tipo de paisajes
por el cristal de la ventana.
El frío de
la capital obliga a Sari a vestir más abrigada que en su natal
Maracaibo, aunque el plan que trae entre manos sugiere andar con prendas
poco recatadas. No viajó sola, lo hizo con una amiga, su cómplice de
travesía, la única compañía sincera que tendrá en los momentos donde la
soledad aparezca como un fantasma.
Llegaron
a la zona de tolerancia del barrio Santa Fe, una cuadra debajo de la
Avenida Caracas, entra calles 20 y 22. En la Piscina, club nocturno, uno
de los más apetecidos de la zona, encontraron techo. Ambas comparten
una modesta habitación donde las horas se pasan despacio, hasta que
llegan las 5:00 p.m., cuando el sol comienza a ocultarse, y da paso a la
noche con todas sus pasiones desenfrenadas.
Es
la media noche del sábado 18 de febrero. En las calles del sector de
tolerancia, varios mozos con chalecos estilo billarista, interceptan a
decenas de hombres que van husmeando las puertas para elegir el lugar, y
les ofrecen paisas, caleñas y venezolanas como principales atractivos.
Sari es una de las ‘estrellas’ de la Piscina. Los suyo no es el tubo, ni
el pole dance, ni quitarse la ropa de forma seductora delante de la
mesa que ha pedido una botella de ron, aguardiente o whisky, y que les
da derecho a tener de cerca a alguna de las mujeres del club.
Tampoco
viste prendas que le dejen ver más allá de lo prohibido. Un jean claro,
ceñido, que le resalta sus nalgas y sus muslos, y una camisa blanca
que le deja al descubierto el ombligo y la cintura, una pinta más para
una fiesta, o porque no para la universidad, que para pasar la noche a
la caza de clientes en un putiadero.
**
Las
calles afuera de los clubes son un hervidero de hombres. Hay
muchedumbre pero seguramente detrás también soledad. Bogotá es una
ciudad en la que según el concejal Hosman Martínez hay 23.400 personas
que se dedican al oficio de la prostitución. En dos horas las aceras han
casi cuadruplicado el número de visitantes. No se puede casi andar. Es
el punto más alto de una fiesta que comienza a salirse de madre. Un
joven de unos veinte años está tirado en la vía boca arriba, con la cara
pegada al andén, en el centro de un tumulto. Tiene la frente
ensangrentada y el semblante de quien se ha bebido una botella entera.
¿Qué le pasó? Parece que no importa. La gente sigue de largo.
El
acento venezolano es un plus en el ambiente de la noche. Sandra, una
colombiana esbelta y menos voluptuosa que sus compañeras de La Piscina,
intenta hacerse pasar por caraqueña. Le da más réditos, más opciones de
cazar un cliente. Pero su inocultable deje de bogotana y el
desconocimiento sobre el país vecino la delatan ante la primera
pregunta. Pero Sandra insiste. No abandona, en ningún punto de la
conversación, su acento simulado.
Nadie
–ni las autoridades- se pueden aventurar a dar un número exacto de
venezolanas que vinieron a probar suerte en oficios sexuales. Migración
Colombia cuenta apenas con el registro de los extranjeros que, por no
reunir los requisitos legales de estancia en el país, devuelve a la
frontera. Pero hay miles trabajando sin permiso y de ellos no se tiene
noticia.
Desde hace tres años la cifra de
venezolanos que entran sellando el pasaporte en los puestos de control
ha subido sin parar. Los números aumentan de a miles: en el 2014
entraron más de 291.000 personas, en 2015 ya eran 329.000 y en 2016
llegó casi a 379.000. Como es bien sabido, Venezuela pasa por una
turbulencia social de la que no se recupera hace por lo menos diez años.
De hecho, la mayoría de personas entran para abastecerse de los
alimentos que, al otro lado de la frontera, son un tesoro perdido.
Por
las trochas, atravesando el río, con sus niños y asumiendo el riesgo de
ser ‘pillados’ entran otros miles. Son los ilegales. Se saltan los
papeles y, si la suerte no los acompaña, Migración Colombia los deporta
después de operativos y verificaciones. Cada vez también hay más
expulsados: en 2012 deportaron 11 venezolanos, mientras que en 2016
devolvieron a 1.956.
Entonces
vienen las preguntas. ¿Es legal lo que hacen mujeres como Sari? ¿Una
prostituta puede solicitar visa de trabajo para entrar a Colombia de
manera regular? No es la primera vez que Christian Krüger, director de
Migración Colombia, responde este interrogante. Con sus manos ajusta su
traje y pausadamente responde que no conoce el primer caso, que cuando
entran por los puestos de control vienen como turistas, y cuando no lo
hacen así pues ingresan por las trochas y ellos no se enteran.
Con
el tema de la prostitución Krüger es cuidadoso, reitera que las mujeres
son deportadas no por estar ejerciendo ese oficio, sino por estar de
manera irregular en Colombia. “Es un drama humano (…) un tema
desafortunado porque se han encontrado casos de personas profesionales
ejerciendo la prostitución”, dice.
Y cada
vez aparecen más mujeres, por desbandadas, en las ciudades menos
pensadas. A un kilómetro de Tunja, en la vía que va hacia el frío pueblo
de Cómbita, en Boyacá, el año pasado llegó una inusitada ola de bonitas
y jóvenes foráneas.
Fue difícil para
las recién llegadas pasar desapercibidas entre los boyacenses del
páramo. Muy pronto la comunidad comenzó a llamar a la Policía tras el
éxito intempestivo que comenzó a tener entre los clientes un bar llamado
‘Champagne Las Vegas’.
El 29 de agosto
la Policía irrumpió en el establecimiento, en medio de la fiesta.
Adentro estaban 39 venezolanas y una peruana, todas indocumentadas. Un
grupo de ellas estaba en la azotea del negocio, con pocas ropas, muertas
de frío y del pánico. Ahí terminó el sueño de reunir los pesos que
necesitaban para volver a la realidad. A lo de siempre.
***
Apoyada
en la barra, y en un corrillo con otras chicas, Sari atendió al primero
de los hombres que se fue a la conquista. Poco tiempo tardó en
convencerla y la mujer aceptó acompañarlo a la mesa que compartía con
otros cinco hombres, también en planes de levante. Sari se sentó y
empezó a servir copas de trago con intenciones de acabar rápidamente con
la botella. Ellas tienen ese objetivo: que los clientes llamen a los
meseros para que aparezca más licor.
Sari
sabía que no duraría más de una semana en Bogotá. Apenas consiguiera el
dinero que necesitaba empacaría su maleta y emprendería la travesía de
regreso. Volvería a Venezuela por su hija y para operarse las tetas.
Estudió relaciones públicas, su carrera la financió la revolución
bolivariana, pero desde hace cinco años no conseguía trabajo. En
Colombia, encontró la fórmula para conseguir dinero.
Sentada
en esa mesa, Sari no paraba de inspeccionar con su mirada los otros
rincones del lugar. En frente, tres hombres brindaban con media botella
de ron. Se fijó en uno de ellos, el que la miraba fijamente, y al menor
descuido de su primer ‘enamorado’, le mandó un beso a la distancia, que
fue recibido en aquella mesa con risas nerviosas. Minutos después se
levantó de su silla y caminó hasta donde los tres hombres. Agarró la
media botella de ron y sirvió el trago hasta la última gota.
Mientras
en la pasarela, una voluptuosa mujer había bailado dos pistas de música
electrónica hasta quedarse desnuda, Sari le hablaba al oído al hombre
en el que se había fijado para enredarlo tan fácil como a un niño, con
ese acento caribeño al que difícilmente se le podía contestar con un no.
Lo sacó a bailar, lo agarró de la nuca, le acarició el pelo, le puso el
cuello cerca de la nariz para que no se le olvidara su olor; le
dio besos en la cara y hasta le agarró sus partes nobles. Parecían
novios.
Antes de que terminara la
canción, la única que bailarían, le propuso hacer el amor. El hombre no
se pudo negar a pesar de que intentó una rebaja de los $120.000 que Sari
le cobró. Se fueron agarrados de la mano, traspasaron una puerta,
subieron el ascensor hasta el cuarto piso. Veinte minutos después
bajaron separados, como si no se conocieran. En un rincón oscuro se
despidieron, para nunca volverse a ver.