"¿Un peso, dice? ¿Un peso moneda nacional?". Y dijo que sí.
Wulencka, Ucrania, 28 de abril de 1941.
Un brumoso sol de primavera ilumina la verde colina. Temblando, veinte
profesores polacos judíos y sus familias, arrancados de su patria,
esperan la muerte.
El pelotón de fusilamiento, rígido, en posición
de firme, sugiere una línea de Federico García Lorca sobre la Guardia
Civil en los criminales días del Generalísimo Francisco Franco
Bahamonde, caudillo de España por la gracia de Dios. Título que apenas
agitaba su helada sangre de serpiente.
Pero el ejecutor, el amo de los verdugos, camina de un lado a otro: sabe que el suspenso aumenta el terror. Es alto, marcial en el uniforme negro de Schutz-Staffel (S.S.), y ha llegado su gran momento: la Bluttorden, la orden de sangre, que lo hará por mil años, como ha prometido el fracasado pintor austríaco Adolf Hitler, glorioso e inmortal.
Por
fin, antes de que el barro mancille sus altas y relucientes botas,
negras también, ordena fuego. Luego, como quien cuenta reses
sacrificadas, hace el inventario: sesenta cadáveres, contando mujeres y
niños. Misión cumplida.
"El Fürher sabrá agradecerlo", piensa. Walter Kutschmann tiene 27 años. Es el miembro 404.651 del Partido Nazi, y su doble S lo entroniza como cuerpo de élite. No es un cualquiera, y ése no será su último crimen.
En el invierno de 1945, el sueño del milenio nazi ha terminado. La
ciudad de Dresden parece arrasada por un terremoto. Berlín, un
aquelarre. De Hitler y su mujer, Eva Braun, sólo quedan cenizas,
incinerados -su última voluntad- después de suicidarse. Pero él, Walter Kutschmann,
ha sobrevivido, eludiendo las balas aliadas y sin atreverse a morder la
cápsula de cianuro: el rápido final urdido por Hitler para sus
monstruos ante el derrumbe del Tercer Reich.
Busca, como tantos, y gracias a los pasaportes argentinos en blanco derramados por el peronismo, el más seguro de los refugios: Buenos Aires. Se emplea en una empresa alemana: Osram.
Ocupa un escritorio en el segundo piso de Bernardo de Irigoyen 330, y
pasa largos y grises años controlando la calidad y el precio de lámparas
eléctricas, filamentos de tungsteno, vidrios y cajas de cartón. Un
refugio perfecto para esfumarse y eludir la mano implacable del cazador
de criminales nazis, Simon Wiesenthal.
Desde luego, ya no se llama Walter Kutschmann. Sus tarjetas dicen "Peter R. Olmo", y para sus compañeros es simplemente "Don Pedro". La letra R significa "Ricardo". Nadie, hasta 1975, lo reclama.
En rigor, apenas existe más allá de su oficina y de las varias casas
que cada tanto alquila en algunos barrios porteños para borrar aun más
sus huellas.
Pero un día entre sus serenos días de Wagner, rosas y
perros fieles, sólo habitados por los fantasmas del ayer, la larga y
paciente mano del cazador, el hombre que sobrevivió a once campos de
concentración, lo delata. Se abre una investigación de fórmula: el país
que lo amparó, como a tantos, sigue siendo cómplice. La empresa Osram lo
separa "hasta que su identidad sea aclarada". Y Kutschman desaparece.
Allí
se inicia mi investigación, en dónde no sólo pongo en juego mi largo
oficio; sino también -y en especial- mi convicción moral de castigo a La
Bestia. Los primeros treinta días sólo suman fracasos. El fantasma,
como tal, es inasible. Pero una tarde de verano, ya listo para dejar la
redacción, alguien se anuncia en la portería y pregunta por mí bajo un
nombre que desconozco y un argumento tentador: "Tengo una información
que puede interesarle". Lo recibo. Tiene unos 35 años. Está muy bien
vestido: impecable traje beige y corbata.
-Soy un industrial textil de Junín. He leído algunas de sus notas, y sé que anda detrás de Kutschmann.
–Es cierto.
-No creo que lo encuentre. Está bien encaminado, pero le faltan datos clave. Y yo los tengo…
–Lo escucho.
-No todavía. Eso tiene un precio.
–Lo
siento, pero no estoy autorizado a comprar información. Soy un simple
redactor, y a esta hora no hay en la editorial un jefe a quien
consultar.
-No se preocupe. La suma que quiero no es alta.
–Pero aun así…
-Yo quiero un peso.
–¿Un peso moneda nacional?
-Sí. Un peso.
Busco en uno de mis bolsillos y le doy un peso. Total, si se trata de un delirante, poco pierdo…
-No. Quiero que me lo paguen en la caja, y a cambio de un recibo. Una operación en regla.
Miro
el reloj. Son las seis menos cuarto de la tarde, y la caja de la
editorial Atlántida cierra a las seis. Bajamos un piso al trote:
edificio antiguo, muchos escalones. Le explico el problema al cajero, no
menos asombrado que yo. Pero la operación se cumple. Recibe la ridícula
suma, firma un recibo con un nombre seguramente falso, y recién
entonces escribe en mi libreta de apuntes dos datos esenciales.
Yo tenía una pista: el criminal de guerra vivía en
Miramar. Pero "el industrial textil de Junín" -posiblemente un service
judío que por alguna razón no podía o no debía actuar- describió el
edificio costero… ¡y el auto del personaje! Un Mercedes Benz de la
década del 50, gris. Acaso el único de Miramar. Al irse me dijo: "Si lo
encuentra, tenga cuidado. Le va a tirar los perros encima. Los secuaces
que lo protegen también son asesinos fugitivos".
Esa misma noche, con el fotógrafo Ricardo Alfieri (h), me embarco en un ómnibus. Destino: Miramar. Nos alojamos en un hotelucho como simples turistas.
Al
alba del otro día, desde un taxi, montamos guardia esperando al auto y
al hombre. Y la taba grita "¡Suerte!". Algo después de las once de la
mañana vemos el auto. A lo lejos, pero inconfundible. Con su
teleobjetivo, Alfieri lee la chapa: C465177. Avanza a baja velocidad.
Frena a veinte metros de nuestro mangrullo.
Baja. Pantalón gris,
camisa leñadora a cuadros marrones y amarillos, canoso, gruesos lentes,
zapatillas deportivas, una bolsa de feria en la mano derecha. Camina
hasta un sencillo edificio de tres pisos, con la llave en la otra mano.
Antes de que la haga girar, salgo del auto, corro a zancadas, y le grito
a sus espaldas: "¡Kutschmann!".
Salta como si hubiera pisado una serpiente.
-¿Quién es usted? ¡Yo no soy ese hombre! Me llamo Pedro Ricardo Olmo.
–Soy Alfredo Serra, periodista. Y usted es Walter Kutschmann. Ya es tarde para negarlo.
-¡Usted! ¡Usted es el hombre que destruyó mi vida con las notas que publicó!
–Según
Simon Wiesenthal, usted destruyó muchas más. ¿Se acuerda de las colinas
de Wulencka? ¿Se acuerda de que lo llamaban "el carnicero de Riga"?
Hable…
-No puedo hablar. No quiero publicidad. Vuelva en
marzo, cuando mis abogados ya hayan completado el alegato de mi defensa,
y lo recibiré.
–Para mí, marzo es la eternidad.
-Si hablo, usted me entrega a mis asesinos. Pero de todas maneras, soy un hombre muerto…
Por
fin, entre altivo y vencido, acepta el diálogo. Lentamente bajamos a la
playa. Para entonces, la cámara de Alfieri lo ha capturado en más de
veinte tomas: el fantasma tiene cara y cuerpo. La entrevista es
previsible: preguntas directas, respuestas esquivas.
–¿Cómo entró al país? ¿Quién le dio el pasaporte? ¿Quién lo protege?
-Etcétera.
De
pronto, aterida -desmintiendo a enero, la mañana es gélida-, al borde
de la histeria, llega su mujer: "Dígale a los asesinos que vengan con
dos balas. Una para mí y otra para él", dice, abrazándolo.
Insisto.
–¿Niega sus crímenes, Kutschmann?
-Aquello era una guerra. Cumplí órdenes. Pero no tuve nada que ver con las cámaras de gas ni con las matanzas de judíos.
–Es curioso. Hace tres años, en Bolivia, Klaus Altmann, Barbie, me dijo lo mismo…
No
quiso hablar más y remontó la playa hacia su departamento del tercer
piso, fumando el enésimo cigarrillo, que prendía con un encendedor de
plata.
Recordé aquello de los perros. Corrimos al hotel, pagamos, y
en la ruta, a dedo, nos zambullimos en un ómnibus que iba a Mar del
Plata. Era enero de 1975. Publicamos la entrevista, las
fotos, el paradero, todas las señales. Pero recién… ¡en noviembre de
1985, en Florida, provincia de Buenos Aires, agentes de Interpol lo
capturaron!
Empezó una larga serie de chicanas legales para
impedir su extradición y su segura condena. Pero antes, la muerte cerró
el capítulo. Su corazón claudicó el 30 de agosto de 1986 en el Hospital Fernández. La policía argentina, a pesar del grueso expediente de denuncia, jamás se dio por enterada.
En
aquella tarde de verano, cuando sucedió la enigmática negociación, con
un peso moneda nacional apenas era posible comprar tres caramelos.