En un momento del ensayo de la Suite
Escita, opus 20, de Serguéi Prokófiev, Gustavo Dudamel baja la batuta,
los músicos de la Filarmónica de Los Ángeles, uno tras otro, dejan de
tocar, se hace el silencio, y el director, tras reflexionar unos
segundos, dice con cautela: “Incluso en el desenfreno tiene que haber
precisión”.
Él mismo parece sorprendido. Varias
veces ha interrumpido el ensayo para pedir más ferocidad. “La partitura
marca allegro feroce”, les insiste. Dudamel se dirige en inglés a los
músicos, así que cuando pronuncia feroce en italiano, la palabra cobra
una rotundidad urgente, imperativa. Le recuerdo el episodio más tarde,
cuando nos reunimos en su despacho del Walt Disney Hall en Los Ángeles
para la entrevista, después del almuerzo que nos han traído de un
restaurante en cajitas de cartón. Son los últimos días de noviembre.
—No se trata solamente del performance
perfecto. Les estaba diciendo que quería una perfección imperfecta. El
riesgo, aquel punto donde tú miras y da vértigo, donde tienes el control
de todo y al mismo tiempo, no lo tienes. E inspirar a los demás.
Porque, fíjate, tú técnicamente puedes conocerlo todo, pero si no
inspiras al grupo no vas a hacer nada especial. Nadie quiere escuchar
algo completamente limpio, perfecto, pero que no tenga ningún tipo de
alma.
Precisión en el desenfreno: Dudamel
(Barquisimeto, Venezuela, 1981) es ya un artista maduro. Dicho de otra
manera: ya no es el niño prodigio que el mundo descubrió cuando en 2004
ganó en Alemania el premio Gustav Mahler de dirección de orquesta con 23
años. En algún momento de los últimos 12 años, difícil de determinar,
dejó de ser una joven promesa para convertirse seguramente en el más
interesante, el más deseado, el más prometedor de los directores
actuales, alabado por Claudio Abbado cuando aún vivía o por sir Simon
Rattle, celebrado como una estrella en Estados Unidos, donde dirige la
Filarmónica de Los Ángeles, llena el Hollywood Bowl o aparece en el
descanso de la Superbowl; contemplado con esperanza infinita por
legiones de seguidores que confían en su capacidad de aunar música y
progreso social, ampliar las audiencias de la música clásica o mejorar
la vida de centenares de miles de niños mediante el aprendizaje de un
instrumento en Venezuela (El Sistema), Estados Unidos (Youth Orchestra
Los Angeles, YOLA) y otros países. Cuando la etiqueta de joven empezaba a
quedar atrás, le digo, de nuevo vuelve a ser el director más joven en
hacerse cargo del legendario concierto de Año Nuevo en Viena, 50
millones de espectadores en más de 90 países…
—Imagínese. Es un concierto reservado a
los directores más consagrados. Para mí es un honor. Y un símbolo de
futuro, porque una institución tan tradicional, un concierto tan
tradicional, de repente escoge a un joven.
¿Cuándo una joven promesa deja de ser
joven promesa? Dudamel contesta rápido, como si tuviera interiorizado
ese proceso, de tan difícil aprehensión.
—Es un proceso que nunca se detiene.
—En términos artísticos, me refiero…
—Dirijo desde que tengo 11 años, 12
años. Tengo 35 ahora, y ya siento que tengo madurez para asumir no sólo
ciertos retos, sino que tengo los elementos para afrontar esos retos.
Pero sigo teniendo el mismo espíritu joven. Eso no se puede medir con
tiempo, sino con el conocimiento que uno va adquiriendo.
—¿No hay un momento de cambio interior, repentino?
—Desde el punto de vista artístico, sí
suceden cosas… Lees una partitura y a pesar de haberla trabajado muchas
veces descubres nuevas cosas. Lo hace la experiencia, la madurez de leer
más allá de lo que ya habías visto… y lo habías visto muchas veces.
—¿Hay música que uno no debería dirigir
antes de cumplir una cierta edad? Marguerite Yourcenar dijo que hay
novelas que un escritor no debería intentar escribir antes de cumplir
los 40.
—Es verdad, pero yo no lo mediría de esa
manera. Mucha gente juzga el repertorio que haces, a qué edad puedes
hacer ciertas obras. Yo siempre he estado en desacuerdo. Evidentemente
hay cierta música que tienes que esperar para hacer.
—¿Como cuál?
—Enfrentarse a Bruckner, por ejemplo,
tiene su complejidad. Yo hice muchas cosas de joven que hago ahora desde
otro punto de vista. Si no las hubiese hecho antes, no habría tenido la
oportunidad de llegar a este punto de madurez. Aunque si miro atrás, no
cambiaría nada de lo vivido.
—Acaba de grabar la integral de las sinfonías de Beethoven. ¿Por qué Beethoven? O más precisamente, ¿por qué ahora?
—Beethoven simboliza el arte abrazando
todos los elementos de la vida, de la sociedad, de un continente, del
mundo entero, la complejidad humana, el intento de unir al mundo, a las
personas, a través de la música, del arte. Y cuando tienes la
oportunidad de hacerlo desde la Primera Sinfonía hasta la Novena, ver
ese cambio genial es una oportunidad única. ¿Por qué ahora? Porque forma
parte de un proceso de madurez, un nuevo ciclo espiritual de la
orquesta. No pretendemos imitar a nadie: Harnoncourt, Brüggen, Gardiner
por un lado, o Karajan, Bernstein, Kleiber, Furtwängler antes. Para
nosotros es el comienzo de un ciclo, otro más profundo y más visionario,
de cómo vamos a afrontar mucha música.
La conversación pasa sin apenas
transición ni roce alguno de Beethoven a Venezuela. Dudamel ha guardado
silencio mucho tiempo sobre el conflicto político en el que está sumido
su país. Una posición que le ha acarreado problemas por ambos lados. En
septiembre de 2015 publicó un artículo en Los Angeles Times
significativamente titulado: “Por qué no hablo de política venezolana”.
Pero Dudamel sí hablaba: la carta
afirmaba que comprendía a los opositores, aunque no compartía todas sus
posiciones; y que respetaba a las autoridades venezolanas, aunque
tampoco estaba de acuerdo con todas sus decisiones. Toda la obra de
Beethoven es una explosión de libertad, le digo, desde Fidelio hasta las
sinfonías. Esa libertad, ¿se vive igual, se aspira igual, en Europa, en
Los Ángeles o en Venezuela? Dudamel parece encontrar en la música una
veta inesperada para abordar el problema. Contesta sin detenerse ni a
tomar aliento, abriendo la espita a cierta angustia que de forma
inevitable tiene que haberse acumulado durante los últimos años.
—Miremos a Beethoven: para que se dé la
libertad se necesita una cierta disciplina, tiene que haber respeto,
tolerancia, diálogo. ¿Qué hace en su última sinfonía? Hermanar, abrazar.
¿Cómo? Con una disciplina férrea. El adagio de la Novena Sinfonía es
una de las obras más sublimes que existen. Una variación sobre un tema,
contrapuntística y armónicamente muy sencilla, llevada a momentos de
explosión creativa gigantesca, pero dentro de una disciplina. Beethoven
fue libre dentro de su disciplina. Como referencia de libertad para
nuestros tiempos es perfecto, porque esa es la libertad que nosotros
necesitamos.
—Debe ser complicado estar al frente de El Sistema en medio de la crisis política venezolana.
—El Sistema es un símbolo de libertad.
En mi país, en cierto momento, el músico no tenía libertad para
desarrollarse artísticamente. Cuando el maestro [José Antonio Abreu, su
mentor] empezó todo esto, sólo había una orquesta en Caracas. ¿Qué
futuro tenían esos muchachos? El Sistema trasciende la politización. No
sabe cuántos conciertos he dado en Caracas y en el interior, en los que
se sientan políticos que en la televisión o en los periódicos se pelean.
Y los he visto hasta saludarse en los conciertos. Muchos tienen a los
hijos en la orquesta.
—¿Se le puede o debe pedir a El Sistema algo más que música?
—En el momento en que alguien trata de
que tú asumas una posición, ya estás coartando la libertad de esa otra
persona. Con el simple hecho de decirle: ‘Yo quiero que pienses como yo
pienso’. No creo que haya nada de malo, de indigno, de criminal en
querer unir a la gente. Porque en el momento en que tú tomas una
posición, formas parte de una división. Y ahí se acabó. Nadar en ello es
muy complejo. No se aísla uno por egoísmo. Uno está allí. Y lo vive más
de lo que creen los que están sufriendo solos. Y allí está uno,
tratando de crear un balance en un momento tan polarizado, donde
demonizar al que no está de acuerdo contigo es la regla.
—¿Cambió algo tras publicar la carta en Los Angeles Times?
—Yo no lo hice por mí, lo hice por El
Sistema. Evidentemente, la gente lo va a querer politizar de un lado o
del otro. Pero El Sistema es el símbolo del conjunto de la sociedad
venezolana. Yo simplemente no quiero tomar ninguna posición. Mi posición
es que mi país crezca y que salga de la crisis. Sé que es muy difícil,
casi una utopía, tratar de unir. Pero si hay algo que simbolice esa
unión es El Sistema.
Para finalizar, le pregunto si no sería
más fácil todo sin las cargas que asume. ¿No se puede hacer música de
forma excelente sin las orquestas infantiles, sin El Sistema, sin
dedicar la mitad de su tiempo a la Simón Bolívar, cuando tantos
predijeron, a su llegada a Los Ángeles hace ocho años, que las
tentaciones y las trampas de la sociedad de consumo le alejarían de sus
raíces? Dudamel se levanta para recoger su teléfono móvil y rebusca
entre los vídeos guardados.
—Es que para mí no es un trabajo más. Es
como una misión. No es ninguna responsabilidad, es que me es necesario
hacerlo, porque me da vida. Mira lo que te voy a mostrar...
En la pantalla aparece una orquesta infantil, grabada desde el podio del director, la imagen amateur, ligeramente temblorosa…
—De repente estoy aquí y me envían esto. Es una orquesta infantil. Mira la concertina...
La cámara se desplaza a la izquierda. Una niña con un violín sonríe al móvil. ¿Esa muchacha qué tiene 12, 13 años?
—Claro. A mí esto me da la vida. No es un dolor de cabeza...
La entrevista se acerca a su fin
mientras en el móvil sigue sonando la obertura de Caballería Ligera, la
opereta de Franz von Suppé, con la alegría, la ferocidad, el desenfreno y
la absoluta falta de precisión que sólo puede disfrutarse a los 13
años.