Vea cómo viven los hijos del "Inca" Valero, a 5 años de trágicas muertes (FOTO)



Un partido de fútbol en el televisor los mantiene emocionados. Con sus pequeñas manos le imprimen movimientos y desplazamientos  a los jugadores, mientras cada uno sostiene un control. Se enfrentan y ríen a carcajadas. Están sentados, a las 7:00 de la noche, en el sofá de la sala de una de sus viviendas, ubicada en La Lagunita.

El caserío queda en unas montañas, a casi 11 kilómetros de la población de El Vigía, en el municipio Alberto Adriani del estado Mérida. Es la casa en la que vivían sus padres y es el único bien al que “Rosy” y “Edwin” han tenido acceso en los últimos cinco años. 

En ese lugar, sin lujos, pero acobijados por un agradable clima por las bajas temperaturas, transcurren los días de los herederos  del dos veces campeón mundial de boxeo Edwin “El Inca” Valero con   Yennifer Carolina Vieira.

Cinco años han pasado desde aquel abril de 2010 cuando el púgil habría asesinado a su esposa y, posteriormente, se quitara la vida en una celda en el estado Carabobo.  Hasta la fecha, Yennifer Roselin y  Edwin Jr. Valero Vieira,  de 10 y 12 años, respectivamente; no han recibido ni un dólar, ni un bolívar de los que su padre ganó para ellos, golpe a golpe, en el ring.

Frente a la pantalla se resume, ahora, la única diversión que tienen. En sus memorias quedaron los juegos con la nieve californiana en la que se revolcaban junto con  papá y mamá.

Rosy o “Princesa” —como la llaman sus tías— aún conserva, intactos, muchos de esos recuerdos. 

“Corríamos y hacíamos muñecos con la nieve, también nos lanzábamos las bolitas entre todos”, contó, en su primera entrevista con la prensa, que concedió a PANORAMA, el pasado miércoles 20 de mayo, luego de  la tragedia familiar que los marcó.

Estar frente a ella es encontrarse con una niña conversadora. Está pendiente de su abuela Eloísa Vivas, a quien  le entregaron la tutela en diciembre de 2014, desde que Soriani Finol, la abuela materna, no pudiera continuar con su manutención.

A las 8:30 de la noche, Rosy bebe chocolate caliente  con un poco de leche. Lo acompaña con un pan tostado que le sirvió una tía. “Le gusta mucho una taza de cacao del que cultiva su bisabuela”, dice Vivas. 

“Me enamoré de esa carajita cuando la vi por primera vez. La trajeron pequeñita a Mérida. Tenía unos ojitos achinaditos que me mataron. Nunca me enteré de que mi cuñada estaba embarazada en Los Ángeles, pero cuando llegó me cautivó”, cuenta la tía paterna Zaira Moreno Vivas.

“Rosita”, como llamaba  Carolina (esposa del “Inca”) a su bebita, ya está en quinto grado y estudia en la unidad educativa La Palmita. “Va muy bien en el colegio. Tiene excelentes calificaciones. Le gusta el inglés y hace poco debió abandonar un curso, los fines de semana,  para que se dedicara a la catequesis”, interviene Eloísa. 

El miércoles 13 de mayo, día de la Virgen de Fátima, Rosy hizo su primera comunión. “Yo misma le cosí el vestido blanco. Ya terminó las clases de catecismo y ahora va a retomar el inglés”, comenta la abuela.

La hija del boxeador es muy aplicada, pero una vez que termina sus tareas, Eloísa le pide que tome una escoba. “Es la consentida, pero también debo asegurarme de formarla como una mujer. La niña barre y ayuda sin refunfuñar”, expresa la tutora.

La crianza de Edwin Jr.  se ha tornado un poco más complicada. Atraviesa la etapa de la adolescencia. “Siempre ha sido cariñoso, pero ha demostrado algunos cambios de conducta”, refiere la mamá del pugilista.

Su bajo rendimiento académico ha sido muestra del proceso que enfrenta. “Está muy distraído con las asignaciones del liceo. Ya está cursando séptimo grado. Cuando le pido que estudie demuestra  signos de rebeldía. A veces, va a clases por la presión que le doy. Le cuesta”, continúa.

Desde el mismo mueble que comparte con “Rosita”, Edwin también habla de sus padres: “Un día, cuando vivíamos en Estados Unidos, nos mandaron a encerrar a los dos en un cuarto. 

Luego de una hora, nos dijeron que saliéramos  y tenían la sala decorada con muchos peluches, juguetes, chocolates de todo tipo y miles de dulces. Nos abrazaron y nos dijeron: ‘¡Sorpresa!’... Pasamos todo un mes comiendo golosinas”.

Ninguno de los hermanitos habla de tristezas. Ninguno habla de muerte, ni de tragedias. Ellos solo reviven momentos de felicidad.

Cuando sus padres murieron, Edwin tenía siete años, pero en los últimos cinco ha tenido más conciencia de quien fue el “Inca” Valero. 

No es amante del boxeo, pero conoce la jerga que lo identifica. Habla con suficiente fluidez sobre los combates de su padre. Sabe que Valero derrotó al campeón panameño Vicente “El Loco” Mosquera por nocauts  en el décimo round y que con esa victoria ganó el título mundial categoría superpluma. También habla de la última pelea de su progenitor en Tokio, en  junio de 2008.

La pasión de Edwin Jr., sin embargo, es el fútbol. Su familia, que vive del poco dinero que logra reunir Eloísa y de lo que le colaboran sus tíos, no tiene para inscribirlo en un club en el que pueda cultivar su talento deportivo.

“Practica como aficionado en la cancha del liceo —argumenta la abuela— y por las tardes juega con algunos amiguitos que vienen a visitarlo”.

Dicen que Edwin padre se esmeraba en ganar cada pelea pensando en que era el pan de sus hijos y que no podía dejárselo quitar. Pero, luego de su muerte, la vida misma y las personas encargadas de que a sus hijos no les falte la comida se lo han arrebatado.

“Nunca llegaron las ayudas que el Gobierno nacional ofreció para ellos. Mis nietos han pasado necesidades, no hemos tenido ni con qué vestirlos. 

Ni siquiera les dieron la atención psicológica que tanto requirieron. Los dos primeros años de no tener a sus papás, ambos lloraban sin consuelo. Se ahogaban y aunque les preguntábamos si algo les dolía no lo expresaban. Eso me partía el alma”, contó Vivas.

Ni los dólares que el “Inca” Valero dejó en sus cuentas en el exterior, ni las propiedades, ni el Mustang que aún se deteriora en un estacionamiento en  Guatire, ni la maleta que quedó en Valencia con las computadoras y otras cosas de los niños han llegado a sus manos.

“Tuve que pagar hasta las traducciones para nacionalizar a Rosy. Siguen siendo mis príncipes aunque no tengan fortuna”, expresa la abuela.

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