La Navidad trae a veces regalos insospechados. El 25 de diciembre Justin Bieber anunciaba a través de su cuenta de Twitter que abandonaba los escenarios. "Mis queridos beliebers,
me retiro oficialmente". Seis palabras que desataron un apocalipsis de
desolación y llantos entre los 48 millones de seguidores que tiene en
esta red socia. Minutos después, el cantante quiso matizar y aclaró que
estará "siempre ahí" a pesar de que los medios de comunicación, a su
juicio, hablen "mucho de él" para hundirle.El 17 de diciembre ya había
dejado caer en una radio estadounidense que el próximo disco podía ser
el último.
Jubilarse pronto es siempre una buena idea. El trabajo dignifica, el
trabajo nos hará libres, pero el trabajo también nos aliena y el trabajo
se nos ha presentado, desde el Génesis, como una condena divina. A
nadie le puede caber duda de que Justin Bieber ha trabajado –y cotizado–
mucho desde muy joven, de manera que si a sus 19 años decide retirarse a
contemplar el ocaso, no podemos sino aplaudir su soberana decisión.
Es más, hay una belleza romántica, casi estoica, en no trabajar,
en no hacer nada más si no es estrictamente necesario. Son pocos los
ejemplos de quienes han abandonado una lucrativa actividad en la cúspide
de sus trayectorias únicamente porque les ha parecido buena idea, pero a
todos los que lo han hecho los rodea un aura de omnisciencia que los
que estamos ocupados con las simplezas del trabajo apenas podemos
imaginar: retiros en modo familiar, como el del cantante de soul Bill
Withers, que prefirió alejarse del show business para dedicarse
a su familia; retiros en modo huraño, como el del escritor J.D.
Salinger; y otros en modo politizado, como el del prometedor futbolista Javi Poves, asqueado de la opulencia y la vacuidad del mundo del fútbol de élite.
Porque solamente cuando uno abandona por propia iniciativa es posible
dotar a la propia obra de un sentido de completitud. Retirado, Justin
Bieber podrá dedicarse a los quehaceres cotidianos, que también
ennoblecen, o tal vez usar su probada influencia sobre la juventud para
causas justas y filantrópicas. De esta manera, además, el joven Bieber
se alejará para siempre del peligro de ciertos patrones de conducta pop
que desde siempre han acechado a las celebridades y han anunciado su
decadencia.
Estas son, en orden ascendente de fatalidad, las siete plagas del pop
de las que se salvará Justin Bieber si (de verdad) se jubila de la
música:
7. Hacer un disco de duetos. O peor: hacer un álbum
navideño. Ningún disco de duetos nació jamás de la necesidad por
expresar un irreprimible anhelo artístico. Y aunque es verdad que los
discos de Navidad cumplen una función lubricante en las largas reuniones
familiares, ambas iniciativas son desesperados intentos del
departamento de marketing de turno para parasitar el prestigio
perdido a los colegas de profesión y devolver favores, en el caso
primero; o para atender ese vasto nicho que son los regalos de
compromiso, en el segundo. En el peor de los escenarios, los discos de
duetos pueden dar comienzo a una perversa red de favores, algo parecido a
las ceremonias del potlatch de los indios nativos norteamericanos, y atrapar al artista en una espiral de featurings
en proyectos ajenos que no tiene fin, como le ha pasado a Tony Bennett,
Bono, Elton John o hasta Frank Sinatra en sus últimos días.
6. Convertir su vida en un reality. O peor:
hacer un programa de cocina. Es fácil pensar que tu vida tiene interés
las 24 horas del día cuando has vendido más de 15 millones de discos
antes de cumplir 19 y tus fans son marca registrada y se organizan mejor
y con más saña que el ejército israelí. Pero dejar que las cámaras
entren en tu casa y te guionicen el día a día marca tu fin como músico
(o cantante, o artista, lo que sea que sea Justin), momifica tu fama en
el lado amarillista para siempre. Hoy, cuando dices Ozzy Osbourne, el
grueso del público piensa en un tipo con tembleques al que torean sus
hijos malcriados y sobrealimentados, no en Paranoid. Cuando dices Alaska, solo los de treintaylargos recuerdan a Los Pegamoides, los demás ven a la madre de Mario Vaquerizo.
Caer más bajo es llamarte Snoop Doggy Dog, haber sido el padrino del
g-funk y acudir al programa de cocina de Martha Stewart a cocinar puré
de patatas y unos brownies.
5. Volverse adicto a la cirugía estética. O peor:
padecer el Síndrome de la Señora Mayor. No hay forma de envejecer
dignamente, abrazar los propios michelines y honrar las canas si uno se
encuentran bajo el foco permanente de la opinión pública. Cuando el
dinero abunda, uno corre el riesgo de ponerse en manos del cirujano para
unos ligeros retoques y acabar enganchado al bisturí. Por algún motivo,
es una adicción especialmente cruel en los hombres –piensen en Mickey
Rourke, pero solo un momento–, que puede desembocar en el Síndrome de la
Señora Mayor, también conocido como Síndrome de Pertegaz, en el que la
huida de la testosterona y el apego al look de juventud hace que hombres en edad de pensionista, como Steven Tyler o Paul McCartney, parezcan sus propias hermanas mayores.
4. El extravío Corey Feldman. O peor: el delirio
Phil Spector. O cuando las prerrogativas en especias que te proporciona
el estrellato ya no te parecen suficientes. El sexo casual forma parte de la rutina de la estrella del pop,
de manera que en ocasiones la búsqueda de nuevas emociones puede sacar
el lado oscuro de la celebridad. Spector, uno de los más célebres
productores de la historia del pop, aprovechó su ascendencia sobre
jóvenes aspirantes a artista para encamarse con unas cuantas y
someterlas a vejaciones que incluían la ostentación amenazante de armas
de fuego. En 2003, el perverso juego acabó con la vida de la actriz Lana
Clarkson y con él entre rejas.
El caso de Corey Feldman es menos dramático, afortunadamente: el protagonista de Los Goonies
no consigue dejar atrás su imagen de niño gracioso y su relación de
amor-odio con Michael Jackson e imponer su yo adulto, así que ha
decidido convertirse en una versión low cost de Hugh Hefner, con su propia corte de conejitas, llamadas Corey’s Angles, y sus fiestas decadentes en la Feldmansion.
3. Acabar en un libro de Chuck Klosterman. O peor: que Greil Marcus escriba sobre ti. En Pégate un tiro para sobrevivir, el periodista Klosterman recorre
los Estados Unidos visitando los lugares donde las grandes leyendas del
pop y del rock pasaron a, eso mismo, ser leyendas, de forma
trágica: allí donde se estrelló el avión de Buddy Holly, el cruce de
caminos donde Duane Allman perdió el control de su moto o el meandro del
río Mississippi en el que se ahogó Jeff Buckley.
Greil Marcus, en cambio, le pone algo más de circunspecto sentido
académico a su estudio de la cultura popular, de manera que ser objeto
de uno de sus ensayos, como lo han sido los Sex Pistols, Bob Dylan o
Elvis Presley, supone definir una época, lo que hoy en día solo puede
ser para mal.
2. Unirse a la iglesia de la Cienciología. O peor:
formar su propia secta. El sexo es una forma de trascendencia, y
viceversa, de modo que no es raro que quienes han alcanzado la cima de
la cadena trófica socioeconómica busquen un significado superior a su
estancia en este valle de lágrimas. Pero como Tom Cruise o John Travolta
podrían corroborar, ser cienciólogo conlleva un arduo trabajo de
proselitismo soterrado, y poner al fin y al cabo tu arte al servicio de
la causa.
Bieber, se puede argumentar, ya tiene su iglesia de facto, y sus
designios provocan el éxtasis y la mortificación en masa, de modo que
esta amenaza ya es casi una realidad.
1. Madurar como artista. O peor: encontrarse a sí mismo. Es la gran falacia de la modernidad, un discurso retórico, residuo de la pseudofilosofía new age,
recurrente no solo entre los artistas que lo único que suele significar
es que la fuente se está secando y acucia la necesidad de expandir
nuevos horizontes comerciales. Acentuado por la necesidad de movimiento
perpetuo que impone el capitalismo, se trata de crear expectación porque
estarse quieto no vende. Nada muy diferente a anunciar que uno piensa
dejar el negocio para que lo echen de menos sin haberse ido.
El País