A las 7:33 de la noche, el escenario se iluminó de verde neón y los
visuales dieron la bienvenida a la "Dimensión desconocida" de la leyenda
del rock argentino, Charly García.
Un solo de batería iba calentando los motores, mientras los nueve músicos y la corista de The Prostitution, la banda del rockero, fueron apareciendo uno por uno. Los aplausos de un escaso público que no logró llenar la plaza Diego Ibarra de Caracas,
cada vez eran más fuertes, hasta que apareció él, con un caminar
parsimonioso y chasqueando los dedos. Se detuvo en el centro de la
tarima. Contempló a su audiencia. Le ajustaron el micrófono y lo primero
que dijo, sonriendo, fue: “Venezuela, buenas noches, que la música nos
una más todavía”.
La tarima fue más grande que la del
show ofrecido en el anfiteatro del CC Sambil, el día anterior. Pero la
decoración y composición fue la misma: un sofá, una vitrola, un libro,
un potecito de pintura roja y el infalible maniquí sonoro y blanco, con
forma de mujer.
Con sus llamativas uñas rojas y vestido de negro, con un pantalón de cuero, un saco, camisa blanca, una corbata morada de rayas y un sombrero con el que jugó durante todo el show y que de vez en cuando se quitaba en señal de agradecimiento, el músico lanzó unas flores al público y comenzó su repertorio, que fue el mismo que tocó en el Sambil.
El público esperaba tan solo diez temas. Al menos eso era lo
que decían los empleados de la Alcadía de Caracas y organizadores del
evento. Pero el bigotudo sorprendió cuando dijo que le faltaba la
segunda parte del repertorio, pidiendo el setlist, con tono regañón. Uno
de los hombres de producción se acercó corriendo al escenario, le
entregó el papel y antes de que García continuara con su show, se quejó:
“Cómo le cagan el éxtasis a uno”.
Con 24 canciones, marcó un recorrido por su vida musical. Abrió con “El amor espera” y cerró con “Canción para mi muerte”. Entre tema y tema, caminaba por la tarima, se sentaba en el sofá, tomaba el libro y simulaba que lo leía, se levantaba, volvía a caminar y seguía cantando acompañado de su corista, a quien llamó “la princesita del rock and roll”, cuando -en un notable arranque de lucidez- presentó con nombre y apellido a todos los miembros de su banda.
De vez en cuando el rockero se tomaba un trago. Otras veces bebía algo de una taza blanca que parecía de café. Y seguía. De la guitarra, al teclado y al piano. Sudó, bailó, fumó, se manchó la camisa, la cara y las manos de pintura roja, y así estuvo durante las dos horas que duró el concierto.
Antes de hacer el clásico encore, y después de que el público gritara eufórico “¡Uh! ¡Ah! Charly no se va”, volvió con un trago en la mano, lo colocó sobre su teclado y cargó la banqueta en la que varias veces se sentó para tocar; la lanzó al piso y la pateó. “La hemos pasado fenomenal en su país, espero que se produzca más seguido y espero que la amistad que tuvieron nuestros mandatarios sirva para unir nuestros lazos”. Después de eso, se le ocurrió bromear: “Saquen una platita y compren un show de García para el año que viene”.
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